El fin de la hipocresía

En el año 2013, luego de la filtración de cientos de miles de cables diplomáticos clasificados y las revelaciones sobre los programas de espionaje de los Estados Unidos de América (EE.UU.), Henry Farrell y Martha Finnmore escribieron para la revista “Foreign Affairs” un artículo titulado “El fin de la hipocresía: La Política Exterior Estadounidense en la era de las filtraciones”. En dicha pieza los autores sostienen que el mayor daño que hicieron dichas filtraciones a Washington fue socavar su habilidad de “actuar de forma hipócrita y salirse con la suya”, pues a su juicio dicho accionar constituye un recurso estratégico y efectivo de los EE.UU. Además, la mayoría de los Estados sabían que eran blanco de espionaje por parte de EE.UU. pero preferían mirar a otro lado, pues haciéndolo garantizaban sus propios intereses. Las filtraciones forzaron a EE.UU. a acercar su retórica a sus acciones.

Similarmente, la reciente carta del expresidente Ricardo Martinelli al gobierno y al pueblo de los EE.UU. revela una verdad a voces: en las últimas décadas la política exterior panameña ha estado alineada a los intereses estadounidenses. El mayor daño causado por estas revelaciones es que Panamá difícilmente será visto como un Estado no alineado.

Los efectos secundarios de dicha misiva en nuestras relaciones internacionales todavía están por verse, pero ciertamente la imagen internacional de Panamá ha sido perjudicada. La carta empaña una de las actuaciones internacionales más destacadas de Panamá en los últimos años, me refiero al incidente con el buque Chong Chon Gang. La acción panameña, al parecer, se basó en una solicitud de la Agencia Central de Inteligencia (CIA) en vez de fundamentarse en el intercambio de inteligencia y el cumplimiento de resoluciones vinculantes del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. Igualmente, la carta admitió sobre “operaciones especiales” en favor de la CIA y realizó graves acusaciones contra el actual Gobierno de Panamá.

Sin lugar a duda, los EE.UU. tienen una alta incidencia en nuestra política exterior al ser nuestro principal socio estratégico. En nuestros casi 115 años de historia republicana, 96 transcurrieron con la Zona del Canal de Panamá bajo el control estadounidense. No fue hasta el 31 de diciembre de 1999 que Panamá finalmente recuperó su soberanía sobre la totalidad del territorio nacional. Sin embargo, la reflexión obligada consiste en dilucidar qué tan soberana e independiente ha sido nuestra política exterior en los últimos 18 años. Solo es necesario visitar distintos episodios de nuestra historia reciente para llegar a una respuesta, tales como el proyecto del Centro Multilateral Antidrogas, el Tratado Salas-Becker (permite a EE.UU. patrullar las aguas interiores panameñas), el Acuerdo Arias Cerjack-Watt (en el que Panamá se compromete a no enviar o trasladar a la Corte Penal Internacional a ciudadanos estadounidenses) y el indulto a Luis Posada Carriles. Igualmente, a estas actuaciones debe añadirse nuestra incorporación a la Coalición contra el Estado Islámico (liderada por EE.UU.), a pesar de contar con un Canal que es “neutral”, así como la reciente negativa de extenderle protección diplomática a los ciudadanos panameños incluidos en la Lista Clinton.

En los últimos años también se ha escuchado a quienes insistentemente sostienen que el Tratado concerniente a la Neutralidad Permanente y al Funcionamiento del Canal de Panamá autoriza “taxativamente” a los EE.UU. a intervenir militarmente en Panamá. Lo más triste de esta aseveración es que el Tratado en ninguna parte autoriza dicha acción. El supuesto derecho a intervenir se encuentra en un entendimiento unilateral de los EE.UU. que, por cierto, fue rechazado por Panamá mediante declaración unilateral interpretativa. Además, una intervención de EE.UU. basada en ese “entendimiento unilateral” constituiría una violación flagrante al derecho internacional, en particular a la prohibición del uso de la fuerza y al derecho de los tratados.

Las relaciones entre Panamá y EE.UU. deben ser siempre buenas y satisfactorias para ambas partes. Igualmente, toda política exterior necesita de una dosis de realpolitik (realismo), sin que ello implique renunciar a la soberanía o la independencia política del Estado. Sin embargo, el tipo de sumisión visto en las últimas décadas debe ser evitado y rechazado. Esta es la tarea y la responsabilidad de quienes nos gobiernan. Es necesario, entonces, que nuestra política exterior refleje un mayor acercamiento entre el discurso y las acciones.

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