La Constitución de Emergencia y el estado de urgencia

Con el advenimiento del cambio climático, el surgimiento de nuevas tecnologías y la transmutación de las principales amenazas a la seguridad global, los desastres (naturales o humanos), el terrorismo y los conflictos (armados, étnicos, sociales y de cualquier otra índole), serán eventos recurrentes para todos los Estados en un futuro no muy distante. Si algo nos ha enseñado nuestra historia reciente es que cuando Panamá ha enfrentado estas situaciones (ya sean desastres naturales o eventos específicos como los de Changuinola en 2010) nuestra respuesta no ha sido la adecuada. En este sentido, deberíamos analizar con espíritu crítico, que podemos aprender de estas situaciones para responder de forma más inteligente, la próxima vez que se produzcan.

Si la experiencia panameña es nuestra guía, requerimos urgentemente de preceptos constitucionales que nos permitan proteger adecuadamente, en estas situaciones, las libertades civiles y los derechos humanos. Inmediatamente después de un huracán, un ciberataque o una crisis social, la respuesta estatal ante una posible e incipiente anarquía, será represiva acompañada de la promesa de garantizar el orden. En este sentido, el artículo 55 de nuestra Constitución actual autoriza al Ejecutivo Nacional, mediante el Consejo de Gabinete, a declarar estado de urgencia y suspender, total o parcialmente, garantías fundamentales básicas permitiendo arrestos indiscriminados, suspendiendo el habeas corpus, la libertad de tránsito, de expresión y de asociación. Lo anterior es sometido, según el mismo artículo 55, al Legislativo Nacional, únicamente, cuando el estado de urgencia se prolonga más de diez días, el cual podrá ser confirmado o revocado.

El estado de urgencia consiste en una serie de medidas temporales que afectan las libertades individuales en favor de un interés colectivo excepcional. Entre los principales peligros que éste involucra están la violación manifiesta y sistemática de los derechos humanos, así como la pérdida de su carácter temporal, adquiriendo un grado de permanencia. Un ejemplo reciente de este estándar de permanencia fue el estado de emergencia en Francia que estuvo en función desde el 13 de noviembre de 2015 y que se extendió hasta el 1 de noviembre de 2017 (allanándose más de 3,600 viviendas y arrestándose a más de 400 personas). Otro ejemplo fue el estado de sitio en Chile con Pinochet que se extendió, salvo breves periodos, de 1973 a 1987.

El primer gran experimento con los estados de emergencia fue en la República Romana. En ese entonces, en momentos de grandes crisis el Senado le podía proponer al Ejecutivo (dos cónsules) nombrar a un “dictador” para que ejerciera poderes de emergencia. Las reglas eran sencillas, los cónsules no podrían nombrarse a sí mismos y el “dictador” solo ejercería sus funciones por 6 meses. El “dictador” más famoso fue Julio César quien, irónicamente, tomó un giro al autoritarismo y decidió proclamarse dictador perpetuo.

Tomando en cuenta la conocida experiencia latinoamericana y panameña con el autoritarismo, los estados de urgencia deben estar sujetos a una regulación minuciosa que garantice su carácter temporal y el restablecimiento del estado de derecho. Es por esto que propuestas innovadoras como las de Bruce Ackerman en su artículo “The Emergency Constitution” (Yale Law Journal, Vol. 113) deben tomarse en cuenta. Ackerman propone el desarrollo de un procedimiento en escalera para los estados de urgencia o emergencia. Tomando como ejemplo a Panamá, una vez decretado el estado de urgencia por el Ejecutivo y transcurrido el periodo de diez días, el Legislativo se tendría que reunir para aprobar por mayoría simple dicho estado de urgencia por un período fijo (dos o tres meses). Una vez transcurrido este periodo inicial, si se desease extender el estado de urgencia, se necesitaría entonces una aprobación legislativa por una mayoría del 60% para otro período similar, y así sucesivamente hasta llegar a una mayoría de 80%. Lo anterior permitiría al legislativo ejercer una fiscalización constante y contendría, hasta cierto grado, las tendencias autoritarias del ejecutivo al someterlo a una evaluación periódica.

Tal como lo señala Ackerman, Canadá ofrece un modelo interesante pues a través de su Emergencies Act distingue entre cuatro tipos de emergencias: desastres naturales, amenazas al orden público, emergencias internacionales y estados de guerra. Esta ley le da un trato distinto a cada tipo de emergencia y establece distintos periodos de tiempo para las votaciones parlamentarias que confirman o prolongan los estados de emergencia. La distinción entre distintos tipos de emergencias permite, a la vez, incorporar la normativa internacional en materia de derechos humanos y la protección de personas en casos de desastres.

En momentos en que se discuten reformas constitucionales en nuestro país es fundamental introducir al debate un sistema de pesos y contrapesos aplicable, incluso, para grandes emergencias y situaciones excepcionales. Solamente así se podrá proteger, en dichas coyunturas, nuestras libertades fundamentales y el orden democrático.

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