Una de las frases más célebres del militar prusiano Carl von Clausewitz (1780-1831) es “la guerra es la continuación de la política por otros medios”. Durante gran parte de la historia de la humanidad y hasta mediados del siglo XX, el planteamiento de Clausewitz gozaba de amplia validez, pues en materia de relaciones internacionales la guerra era un mecanismo válido para que los Estados hicieran valer sus pretensiones nacionales. En 1928, con la firma del pacto Briand-Kellog (pacto de París), un grupo de Estados renunciaron a la guerra como instrumento de política nacional y convinieron en resolver sus disputas por medios pacíficos. Sin embargo, este pacto no sirvió para contener las políticas agresivas de Alemania, Italia y Japón, todos firmantes del pacto, cuyas agresiones ensombrecerían a la humanidad en las décadas siguientes.
A partir 1945, los Estados decidieron de forma libre y soberana establecer que la guerra era un acto internacionalmente ilícito al prohibir el uso de la fuerza en las relaciones internacionales. Igualmente, la experiencia de los juicios de Nuremberg permitió fijar la agresión (el uso de la fuerza ilegal por parte de un Estado) como el crimen supremo del derecho internacional. Sobre esta base, el nuevo orden internacional liberal trató de librar a las futuras generaciones del flagelo de la guerra, tal como lo expresa el preámbulo de la Carta de las Naciones Unidas. Este orden mundial no es para nada perfecto. Solo es necesario recordar las atrocidades de Ruanda y Yugoslavia, los actos de agresión de las grandes potencias, los vestigios del colonialismo o las grandes tragedias humanas de Siria, Yemen y Myanmar para darnos cuentas de sus imperfecciones.
No obstante, la prohibición de la guerra como un acto internacionalmente ilícito y la tipificación de la agresión como un crimen internacional es sin duda alguna un logro que ha permeado a todos los ámbitos del derecho internacional. Ahora, ya no se habla de guerras sino de actos de agresión o uso de la fuerza de forma contraria a lo establecido en la Carta de las Naciones Unidas. Cuando un Estado es víctima de una agresión, éste puede utilizar su derecho a la legítima defensa. Además, el Consejo de Seguridad puede dictaminar el uso de medidas coercitivas y colectivas para hacer frente a cualquier amenaza a la paz y a la seguridad internacionales. En el derecho internacional humanitario se habla de conflictos armados internacionales y no internacionales, en vez de guerras exteriores o civiles. En el derecho penal internacional se encuentra tipificada la agresión y no la guerra, como un crimen perseguible por la jurisdicción penal internacional.
A nivel interno, el Estado panameño tiene un compromiso constitucional de acatar las normas de derecho internacional (artículo 4), pero todavía contempla las declaraciones de guerra a nivel constitucional, así como los términos “Estados enemigos” y “guerra exterior”. Esto no crea una situación contraria a derecho o un conflicto de normas, simplemente plantea la necesidad de aplicar ambas normas (las constitucionales e internacionales) de forma concurrente, apoyándose y reforzándose mutuamente. En este sentido y tomando en cuenta que a nivel constitucional Panamá ya estableció que no tendrá ejército y que la normativa internacional prohíbe el uso de la fuerza y criminaliza la agresión, sería interesante considerar el modelo de la constitución japonesa, que en su artículo 9 establece que la paz internacional basada en el orden y la justicia es una aspiración sincera del pueblo japonés y que, por ende, Japón renuncia a la guerra como derecho soberano de la nación y a la amenaza del uso de la fuerza como mecanismo para la solución de disputas. Para tal fin, según el parágrafo 2, Japón no tendrá fuerza armadas o potencial bélico, así como no mantendrá el derecho a la beligerancia del Estado. Lo anterior, aplicado al caso panameño acarrearía eliminar la clausula constitucional (artículo 159.5) que autoriza al Legislativo Nacional a declarar la guerra y a facultar al Órgano Ejecutivo para asegurar y concretar la paz.
Al no contemplarse una renuncia expresa a la guerra, actuaciones vistas tradicionalmente como exclusivas del Ejecutivo Nacional, tales como incorporarnos a coaliciones internacionales o permitir el transito de potencias beligerantes por nuestro territorio, requerirían constitucionalmente del aval de la Asamblea Nacional. Hasta tanto esta renuncia no suceda, es fundamental que el Legislativo ejerza un rol más activo y protagónico, fiscalizando de forma más efectiva el accionar del Ejecutivo Nacional en la agenda de seguridad global, pues bajo la lectura mutuamente complementaria del derecho internacional y de nuestro derecho constitucional, ciertas actuaciones de política exterior afectan las facultades constitucionales de nuestra Asamblea Nacional.